CUANDO LA MENTIRA SE DISFRAZA DE DENUNCIA: EL OTRO LADO DEL GÉNERO

Por años creí que la justicia era ciega. Y no me refiero al símbolo tallado en piedra, a esa mujer de ojos vendados que sostiene la balanza, sino a la idea íntima —casi sagrada— de que ante un tribunal todos tenemos derecho a ser escuchados con la misma dignidad, sin que el género determine la credibilidad de una lágrima o de un grito. Hoy escribo con la certeza amarga de que esa venda cayó. Y no cayó sola: fue arrancada a la fuerza por discursos que, en nombre del bien, han sembrado nuevos silencios.

Desde que se empezó a hablar en Argentina de una ley que castigue penalmente las denuncias falsas por violencia de género, se desató un vendaval ideológico. Quienes se oponen, agitan un argumento poderoso: “esa ley va a disuadir a las mujeres de denunciar”. Y yo lo entiendo. Porque nadie quiere volver al tiempo del silencio. Nadie quiere una mujer aterrada con la boca cerrada. Pero tampoco podemos aceptar que, por miedo a que una voz justa calle, la sociedad tolere que otras griten mentira y causen ruina.

He conocido a hombres destruidos sin haber tocado a nadie. Hombres separados de sus hijos por una frase pronunciada sin prueba alguna. He visto camas vacías que se convirtieron en campos de batalla judicial. Y he leído sentencias que, aun reconociendo la falta de pruebas, dejaron al varón con la vida hecha trizas, porque «ante la duda, protección».

¿De verdad hemos llegado al punto en que dudar significa condenar? ¿De qué nos sirve repetir que “toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario” si, en la práctica, basta una denuncia para arrasar con la presunción de inocencia?

Lo que se propone en el Congreso argentino no es una cruzada contra las mujeres. Es una llamada de alerta contra un uso torcido de una conquista legítima. Penalizar la denuncia falsa no es retroceder, sino proteger a todos los inocentes, hombres y mujeres, del uso estratégico del dolor ajeno como arma.

Pongámoslo así: el derecho penal es como una espada de fuego. Sirve para proteger, pero también puede quemar a quien se atreva a blandirla sin razón. Si una mujer, un hombre, o cualquier persona, acusa sin verdad, debe saber que no solo daña a su víctima, sino que envenena la causa que dice defender. Porque cada mentira confirmada deslegitima a quienes sí sufren violencia real.

Se nos dice que no hay estadísticas confiables sobre la magnitud de las denuncias falsas. Y claro que no las hay. ¿Cómo habría de haberlas, si el sistema judicial no las investiga a fondo, si rara vez una fiscalía admite haber sido instrumento de un engaño? Pero las historias existen. Viven en los pasillos de los juzgados, en los grupos de padres separados, en las cartas sin destinatario de quienes fueron expulsados del hogar, del colegio de sus hijos, de su trabajo, sin siquiera haber sido oídos.

No se trata de negar que las mujeres han sido históricamente víctimas de violencia. Se trata de reconocer que también hay hombres víctimas de acusaciones que destruyen sin dejar moretones, pero que calcinan reputaciones, afectos, vidas enteras. Y no hay reparación judicial que devuelva el tiempo con los hijos, ni absolución que borre la sospecha de quien ya ha sido señalado.

¿Queremos que las mujeres se animen a denunciar? Que así sea. Pero también debemos garantizar que denunciar con dolo no sea gratuito. Porque la libertad de acusar conlleva la responsabilidad de no mentir. Y esa responsabilidad, si se incumple, debe tener consecuencias.

Yo no tengo miedo a que la justicia se equivoque. Lo que me aterra es que deje de querer acertar. Que prefiera protegerse políticamente antes que buscar la verdad. Que crea que defender un ideal justifica sacrificar individuos.

La igualdad ante la ley, la presunción de inocencia, el derecho a no ser juzgado sin prueba: estos no son privilegios masculinos. Son conquistas humanas. Y quien se burla de ellas, aunque lo haga con las mejores intenciones, alimenta un monstruo que tarde o temprano se volverá contra todos.

Por eso, sí. Que se investiguen las denuncias. Que se proteja a quien lo necesite. Pero que también se castigue a quien use el sistema como instrumento de venganza. Porque la mentira, aunque venga envuelta en una causa noble, sigue siendo mentira. Y la justicia —esa mujer de ojos vendados— solo puede sostener su balanza si no la usamos como garrote.

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