Usted escribe muy bien. No se lo niego. Sabe escoger las palabras como un sacerdote elige la hostia en la misa. Las pesa, las pule, las hace brillar. Tiene el don de las formas, y la mente afilada como un bisturí en manos expertas. Pero a veces —permítame decírselo de frente— parece que no ha amado nunca a un niño.
Porque hay cosas que no las entiende el intelecto. Ni desde el palco del pensamiento abstracto. Hay cosas que sólo se comprenden si uno ha sentido —no pensado— el grito seco de un niño traicionado, si ha olido el miedo rancio pegado a su pijama, si ha visto los ojos que preguntan por qué mamá lo obliga a odiar a quien le enseñó a andar en bicicleta.
Hoy vengo a hablarle de una verdad que usted tal vez ha leído en algún tratado, pero que yo he visto. Y duele más que todas sus ideas juntas.
Se trata de una madre que violenta a sus hijos.
No con golpes —que serían más fáciles de probar—, sino con esa violencia invisible, venenosa, sibilina, que se esconde en las palabras dulces que siembran terror, en los silencios programados, en la manipulación emocional que convierte al padre en un monstruo inventado.
Todo, para sostener una mentira.
La mentira de que el padre es el violento, cuando en verdad es ella la que ha convertido el amor en campo de batalla. La mentira de que protege a sus hijos, cuando en realidad los toma como rehenes de una guerra que sólo existe en su mente: en su ego que no debería caber cuando se trata de su hijo.
Y usted, sabio, ¿qué dice ante esto?
¿Habla de complejidades psicológicas?
¿Cita a Lacan? ¿A Arendt? ¿Diserta sobre la imposibilidad de una verdad pura?
Pues yo le diré algo más simple. Algo que no necesita comillas.
Hay niños que están siendo crucificados emocionalmente por quienes dicen amarlos.
Y la única mano que se alza para detener ese crimen es, a veces, la de un presidente.
Sí, un presidente. No un poeta. No un teólogo. No un juez encerrado en sus códigos.
Un presidente que ve el engaño, lo nombra, y actúa.
Actúa con la verdad cruda, la que no se esconde tras matices: que una madre que usa a sus hijos para destruir al padre no está enferma de amor, sino de poder.
Y que ese poder debe ser limitado. Condenado.
No con pena simbólica.
Sino con decisión irrevocable: al infierno legal, si es preciso, para que los niños de este país no crezcan aprendiendo que mentir sobre su padre es parte de la crianza.
Usted tal vez piense que es demasiado duro. Que hay matices. Que el trauma de la madre, que el patriarcado, que las heridas pasadas…
Yo le digo: que todo eso lo escuche el terapeuta.
La ley —y el que la encarna— no puede permitir que los niños sean utilizados como escudos, ni como banderas. Mucho menos como armas.
Porque si eso se permite, se siembra una generación entera sin raíces. Hijos que crecerán sin saber en qué verdad confiar. Sin saber si el amor también se manipula. Sin saber si lo que sienten es suyo o es un guion que les dictaron.
Y esa es la tragedia que el presidente, este presidente imaginado, ha resuelto enfrentar. No desde el discurso vacío. No desde el cálculo político. Sino desde el acto veraz.
Ha condenado a esa madre, sí.
Pero no por ser mujer, ni por ser madre, ni por tener rabia.
La ha condenado por usar la maternidad como coartada para destruir la infancia de sus hijos.
Y eso —dígamelo usted, sabio— ¿no merece acaso una condena mayor que la del ladrón o el homicida?
Porque quien asesina el vínculo sagrado entre padre e hijo, quien envenena la memoria, quien siembra odio con voz tierna, está cometiendo un crimen que no muere en el momento.
Es un crimen que florece en las pesadillas de esos niños, veinte años después, cuando ya no recuerdan por qué no saben amar.
Usted escribe muy bien.
Pero este presidente actuó mejor.
Porque supo algo que ni usted ni muchos saben aún:
Que la verdad no es lo que se dice.
Es lo que se resuelve.
Y esta vez, la verdad —por fin— resolvió.
Y fue justa.
Y fue feroz.
Y fue necesaria.