CORAZÓN PARTIDO

Capítulo Uno: Los Sueños

Mi nombre es Daniel, no el profeta: si lo fuese, otra sería la historia que afronté. Cada día de mi vida vibraba mi corazón con las risas alegres de mis hijos. Caminaban, corrían, se entretenían en sus sabidurías nacientes, que yo les había despertado. Soñábamos con nuestros pies en la Torre Eiffel, construíamos castillos alegóricos de lo mejor que nos había tocado compartir: ¡Mis hijos! ¡Su padre! La majestuosa simbiosis de lo eternamente bello, en nuestros corazones. Mucho navegamos, veíamos volar los seres míticos, y teníamos sus poderes: de los Dragones, de Fénix, de Pegaso, y bajo el manto de los ángeles cerrábamos los días. Hasta que llegó, lo abrupto, lo cruel.

Capítulo Dos: La Tormenta de Sombras y Engaños

Una mañana de melancolía de presagios indecibles, mientras las sombras aún danzaban tímidas por los rincones de nuestra casa, la realidad golpeó a la puerta, lo hicieron con la fuerza de un vendaval dos oficiales, rostros de piedra, y trajeron la más grande desventura que una madre pueda, en algún lugar del mundo, ofrecerles a sus hijos, a quienes dice amar. Acusado por actos claramente mentirosos, mi mundo, el mundo de mis hijos, se convirtió en imágenes fragmentadas, de caos y desintegración. La madre de mis hijos, para tapar la luz de su impúdica infidelidad que, yo, le había descubierto, tejió una red de mentiras que me envolvía, asfixiante, implacable: miserable.

Capítulo Tres: Ecos en la Distancia

Peor que en Kafka, el Sistema es un engranaje de prejuicios, y sus ojos vendados a la verdad, porque allí no se presume la inocencia, porque se arraiga el pavoneo de una culpabilidad preconcebida. Cada mirada, cada palabra de la denunciante reina, y se toma por los funcionarios como sentencia dictada de antemano. Se enorgullecen de repetirlas. En lugar de justicia, el tinglado hacía juez a la misma denunciante: todo fiel a la hipocresía y a la falsedad.

El principio fundamental se cumplió, me arrancó de mis pequeños. La sangre que me recorría quería romper las delgadas paredes de mis arterias, y mi corazón explotada a cada rato, sin sangrar, porque lo importante era la sensación producida por el dolor de la impotencia. Cada noche, en la soledad de mi habitación, imaginaba sus pequeñas manos: las de mis hijos, buscando las mías en la penumbra. Se me había condenado, porque la verdad de lo despreciable me había entregado al sesgo de género, para que se riera, mientras me subía al cadalso, para realizar el acto solemne de lo que llamaban “deber ser”, los encumbrados operadores del sistema, los mismos que malinterpretaban los tratados transnacionales, haciéndoles decir, que preferían el dolor asi fuese de uno solo de sus pequeños. Acostumbrados a “decir justicia”.

Capítulo Cuatro: La Lucha por el Alba

Con cada fibra de mi ser, con cada aliento que aún podía tomar, con cada hijo de la trama de mi vida, luché. Mi abogado, pocos por ahí: un guerrero en un traje desgastado por mil batallas similares, se convirtió en mi espada y mi escudo, en mi antorcha de esperanza. La acusación no tenía elementos, las afirmaciones simples, sin contexto, eran sus fortalezas: sus artimañas. Pero la entendimos, la limpiamos de impurezas, por el derecho a amar y ser amado por mis hijos ¡Y, a fe mía que lo logramos!

Capítulo Cinco: Renacimiento

El tiempo, ese eterno y caprichoso dios, se regresó, aunque no lo crean. La canalla sucumbió. Regresé con mis hijos, nos abrazamos, un nudo de cuerpos y almas entrelazadas, mientras las lágrimas lavaban las heridas de nuestra separación.

Epílogo: Un Nuevo Amanecer

Ahora, con mis hijos, bajo mi techo a salvo, escribo estas palabras, para que sean un faro de luz, en el tormentoso camino de otros, falsamente acusados. Mi historia, aunque teñida por la tragedia, es un testimonio de resistencia y amor inquebrantable. Que sirva para recordar que incluso en las noches más oscuras, el amanecer está, siempre, a tan solo un horizonte de distancia. ¡Qué los años  futuros, los niños no le cobren a la madre!

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